En mi pueblo de Fasgar se trabajaba igual que en todos los pueblos, pero con mucha alegría.
Me acuerdo de las majas. Cuando se majaba el pan de centeno y trigo, ¡qué alegría!, se juntaban todas las familias y un día se majaba para unos y otro día para otros, hasta que se terminaba. Primero, en la era se tendían los manojos abiertos, para que el sol los calentara y saliera mejor el grano. Luego se majaban con los piertigos. Dos parejas de mujeres iban majando delante, se llamaba “la perrina”, y luego detrás iban otras dos parejas de hombres, que eran “el perrón”. Se pasaba una vez, se le daba la vuelta y luego se pasaba otra. Se escogía la paja mejor para los techos de los pajares, que ahora ya no queda ninguno. Y la otra era para el ganado. El grano lo echábamos al aire, para que quedara limpio para llevarlo al molino y tener harina para amasar.
Pero a mí, ¡mucho me prestaban las majas en el mes de agosto! A las diez de la mañana, la casa que tenía la maja llevaba a la era la bota del vino, unas ensaladas de lechuga, pan, manteca y queso. ¡Aquello sabía a gloria!, porque, ¡como no había mucho más! Los pequeños cantábamos, trabajábamos, lo que dijeran los mayores, porque a mí siempre me parecieron cosas muy importantes. Se lo cuento hoy a mis nietos. A veces me escuchan y otras veces me dicen que de aquella “eran otros tiempos”.
Ahora les gusta todo lo moderno, la innovación, las consolas, los teléfonos móviles, el coche eléctrico. También a mí. Pero, ¿no creen que también se les debería explicar todo esto? Sin pensar que se estaba volviendo hacia atrás, porque sabiendo hacer de todo, si se necesitara, no les costaría tanto trabajo.