Participé en el Concurso Periodístico Intergeneracional “Tienes una historia que contar” organizado por la Fundación La Caixa. Tuve la suerte de conocer a Candela, una joven que de forma magnífica reflejó toda mi historia en el relato “El viaje con Marcela”. Su primera reflexión sobre mi me emociona: “Volví a pensar en Marcela. Si que me había inspirado conocerla. Ahora ya no solo recordaba de donde venía, también las raíces de las que estamos hechos: su vida de campesina en pueblos de Castilla me hizo sentirme desconectada de esa esencia: la tierra, mi tierra, donde nace la vida y termina, de donde surgen todas las demás realidades…”.
Y así se resume su relato en la publicación que se hizo de este proyecto cuyo objetivo era crear las condiciones favorables para fomentar el diálogo entre generaciones:
El viaje con Marcela
Por culpa de la guerra y la posguerra, Marcela no pudo colmar sus inquietudes, pero el miedo de esos tiempos no pudo con sus ganas de soñar, de enamorarse cada día de la vida y de los que la rodeaban. La mirada de Marcela proyecta vida y batalla, es de las que no se quedan inmóviles en el camino; su fórmula secreta para ser feliz es vivir cada instante y aprender cada pequeña cosa con ilusión.
Por eso hoy quiero transcribir de forma literal lo que yo escribí para ella,… en un folio.
“Me llamo María Marcela Riesco Rubio, vivo en Oviedo desde hace 46 años. Tengo 72 años y nací en 1937 en un pueblo de la provincia de León llamado Fasgar, un año muy triste, en plena Guerra Civil. Es muy triste empezar la vida en un año así, el año de la guerra, una palabra fea, que significa destrucción.
Se fueron pasando los años. Nací en un hogar muy pobre, pero en una familia con mucho cariño y muy honrada. Mis padres fueron muy buenos. Yo era la mayor de tres hermanos. Teníamos muy poca comida, casi ni pan. Mi padre era carpintero, trabajaba por las casas casi por la comida, y mi madre y yo en casa hacíamos todo: arábamos, sembrábamos patatas, centeno, para que mi padre fuera a ganar algo. Yo, con siete años fui a guardar ovejas a otro pueblo. La dueña me llevó a su casa a lomos de un burro. A los diez días empecé a llorar. Le dije que quería ir a mi casa y ella me dijo que fuera caminando. Así lo hice hasta que llegué a otro pueblo (Aguasmestas), que bajaban con el carro a vender las patatas y me llevaron con el carro a casa con mis padres y mis hermanos. Éramos felices, no comíamos mucho.
También teníamos abuelos, nos enseñaban muchas cosas. Mis abuelos paternos se llamaban Diego y Marcela y mis abuelos maternos Manuel y Melchora. Mi abuela Melchora era cardadora, cardaba la lana para hilarla por las casas del pueblo. Así fue pasando mi niñez.
A la escuela iba sólo cuatro o cinco meses al año, cuando estaba todo cubierto de nieve y no salía el ganado a pastar, porque sino ya tenía que ir a cuidarlo y, qué pena me daba, porque mi alegría era estudiar, por eso mi sueño era estudiar una carrera como alguno de mis hijos, pero en mi casa no había apenas para comer y un techo si había, pero con muy pocas condiciones, por eso, qué suerte tienen los niños y jóvenes de ahora, no todos, claro.
Mi adolescencia paso durante la posguerra y la dictadura. Yo seguía trabajando con alegría a pesar de todo. Con doce años fui a Rozuelo, un pueblo del Bierzo, a casa del señor Fideles, a recoger castañas con más de mi pueblo que eran mayores que yo. Estábamos quince días y ya nos pagaban muchísimo, cinco pesetas diarias. Cuando llegaba a mi casa con quince duros y una bolsa de castañas y se lo daba a mis padres yo creía y me parecía una persona grande.
Luego fui a trabajar a León Capital de niñera. Cuidaba a tres niños. Tenía 15 años. Estuve un año sin ver a mis padres, pero yo, aunque les echaba mucho de menos, era consciente de que tenía que estar allí porque lo que ganaba hacía falta en casa. Ganaba 50 pesetas al mes.
Llegó mi juventud, muy bonita. Tuve muchos novios y hacía cosas por amor. Todas buenas menos cuando iba todos los días a regar las lechugas por ver a mi novio y ya les salía el agua hasta por las orejas, pues se pudrieron de tanta agua.
El día más feliz de mi vida: el día de mi boda, y 47 años que vivimos juntos mi marido y yo, hasta que la muerte se lo llevó. Más días felices: el nacimiento de mis tres hijos y mis tres nietos. Y otro día de mucha alegría: el día en el que acabó la dictadura, porque sino yo no estaría escribiendo este relato. La democracia es divina. Nunca estuvimos como ahora. Aunque estamos en crisis, poco a poco iremos saliendo.
Si la vida me diera otra oportunidad y yo volviera a nacer, lo que haría sería estudiar una carrera, la de periodismo, pediatría o teatro, que me encantan. Y lo que no haría sería dejar la escuela a los doce años porque tenía que ir a trabajar.
También me gustan las nuevas tecnologías, las investigaciones que se hacen, podría citar alguna, en las enfermedades, maquinaria y muchas cosas. Cuando fueron a la Luna no me lo creía y ahora, dentro de algún tiempo, se irá de vacaciones a algún otro planeta.
Otro día feliz fue el año pasado, que fui con mi hija a Roma. ¡Qué emoción cuando monté en avión!, y cuantas cosas hemos visto. Porque, como decían mis padres, para saber: andar y leer.
Ahora soy una persona mayor, tengo tiempo para todo. También hago muchas actividades, encuadernación, teatro y todo con los centros sociales. Tenemos muchas oportunidades.
¡Cuantas cosas me perdí de hacer en mi juventud! No podíamos besarnos en público con algún chico. Todo era pecado. ¡Qué inocentes éramos! Pero a pesar de todo, vivíamos felices y ahora en eso hay diferencia. Están muy espabilados. Me dicen (preguntan) mis nietos muchas cosas, como por ejemplo: qué postura poníamos el abuelo y yo para hacer el amor. Primero me ponía colorada, pero ahora ya me estoy haciendo a ello con los tiempos, a ser una abuela marchosa. Les digo qué me parece bien y lo que no, y les aconsejo los beneficios que traen algunas cosas y los perjuicios que traen otra.
¡Qué hermosa es la vida sabiendo llevarla. Cada época tiene su historia, una muy triste, otra triste y otra menos triste, pero todo es alegre!”
Marcelina Riesco